Conseguir la droga resulta más sencillo que obtener el diario, en especial cuando uno tiene los billetes exactos. En algún momento tuve tres distribuidores, a un par de ellos le compraba con mayor frecuencia. A Stéfano, el tercero en cuestión, recurrí pocas veces y algunas semanas antes de lo sucedido con Nicolás había dejado de tener trato. El problema con Stéfano no era sólo que la cocaína ofrecida no siempre era de buena calidad, además, estaba alejado de la ciudad y nunca me ha gustado viajar. De hecho, mi editor se encarga de evitarme cualquier gira literaria, las presentaciones se hacen en mi ciudad al igual que las entrevistas, aunque en el último año preferí no tener encuentros periodísticos.
He logrado simplificar mi vida a un mínimo de verbos: escribir, beber, drogarme, dormir (poco, adjetivo aplicado a este último), putas (no es verbo, pero es más elegante que coger), comer, acariciar a John Wayne -mi gato- y esperar el cheque para seguir el ruedo verbal.
Nunca sabré si el maldito editor, Edgardo, se queda con más de lo que corresponde pero en tal caso, si sucede, resulta justo. Edgardo ha sabido ocultarle al mundo varios de mis problemas, como aquel día cuando la puta se instaló en mi departamento.
Lupe, se llamaba, o Carla, da igual. Suelo, además de perder la noción del tiempo, no recordar los nombres. (Desde esa época duermo con la botella de JB o Johny junto a la cama. Al despertar sediento extiendo la mano buscando la botella para guiarla a mi boca. A veces me siento en la cama, pongo un poco de whisky en el agua de John Wayne y me levanto a escribir). Aquella puta durmió en mi cuarto e hizo su trabajo por no sé cuánto tiempo. Le pagué. Pidió más. Le volví a dar dinero. Sentado frente a mi cuaderno de escritura podía oírla en la ducha. Salió. Se hizo un café. La escuché decir que era un bonito lugar y no se iría.
-Necesitás una mujer capaz de ordenar un poco y limpiar.
En verdad, una vez por semana viene una colombiana silenciosa, pagada por mi editor con el dinero que me roba, cuya misión es poner derecho lo que John Wayne y yo ponemos patas para arriba.
Lupe o Carla, no recuerdo si dije que dudo sobre su nombre, estaba dispuesta a instalarse. Llamé a Edgardo.
-O las sacás de acá o la mato. –dije.
Minutos después Edgardo llamó y pidió que me ausentara del departamento por un par de horas. Tomé a John Wayne y nos fuimos. Al regresar alguien se había encargado de todo el asunto. John Wayne ronroneó y se echó en su rincón favorito. A él tampoco le agradan las compañías. En esos días compartíamos aquel sentimiento, el gusto por el wisky y nada más.
La presentación del libro “La mierda viaja en avión” fue organizada en el Teatro de las Sombras, a veinte cuadras del departamento. Aquella noche mi amigo Nicolás murió y no por sobredosis.
Dije al inicio que tenía tres dealers pero el tal Stéfano no era de confianza. Nicolás le compró coca traída vía Holanda. La droga estaba cortada con xilocaína y vidrio molido. Al pobre Nico (y a otros varios) lo destrozó por dentro. Desconozco quién se encargó de Stéfano pero dos semanas después lo encontraron flotando en el río, con la punta de los dedos cubiertas de vidrios astillados.
Fuimos pocos al entierro de Nico, no me interesó saber cuántos asistieron al de Stéfano. Al regreso del funeral John Wayne estaba con los ojos tristes. Esa noche le di su primera línea de coca.
-Ahora sí somos más que compañeros, somos hermanos –dije.
Desde ese día, cuando preparo mis líneas de cocaína reservo una para él. Lo veo pasarse la lengua por los bigotes lamiendo hasta lo último. A veces se revuelca sobre el lomo o corre alrededor de la mesa. Indefectiblemente termina mordiendo las patas de las sillas, fue así como se rompió los dientes. En momentos de depresión me siento a su lado a leer cuentos y poemas de grandes escritores. Hasta hace algunas noches intercalaba en la lectura relatos míos. He dejado de hacerlo, vi a John Wayne con un lápiz y una hoja en blanco. Por ahora sólo parece hacer garabatos, pero quién sabe, tal vez logre escribir, robar un texto mío, vendérselo a mi editor, hacerse famoso mientras yo empiezo a perseguir sombras, ruedo sobre mi espalda, muerdo las patas de la mesa y me quedo sin dientes.®
Ruma