"Cuando voy a dormir cierro los ojos y sueño con el color de un país florecido para mí." Canción del jardinero, María Elena Walsh
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jueves, 28 de julio de 2011

Cuarto de Prosa -Soledad

-¿Escuchás, Juan? ¡Escuchás?!
Él se desacomodó un poco en la cama; no, no escuchaba, nunca había escuchado.
-Dormí, Mujer, soñabas…
-No estoy loca, Juan –y se mordió los labios para no llorar.
-Ya sé, dormí.
Imposible. Lo único que hizo fue recordar el día en que llegaron a ese páramo donde todo le era desconocido. Ella, criada en pleno bosque, de repente en la meseta, agrietándose como la tierra, dejándose llevar por el viento, llenándose hasta el alma de arena y por compañía: ovejas. Nadie más. El faro, tal vez, pero no conversaba. Y Juan, sí.
Acarició la espalda de su hombre, que se volvió ola y ella playa donde él llegó y se retrajo hasta descubrirse al amanecer todavía húmedos, abandonados al otro, felices. Porque quizá lo eran, a pesar de todo.

Los días iguales en hábitos tan repetidos que ni siquiera se notaban; preparó el almuerzo mirando el mar y sintiendo los mismos deseos de unas horas antes. Sonrió sabiendo que esto no pasaría inadvertido para Juan.
El sonido.
Venía como perseguido por el viento, las gaviotas se alborotaron, el faro pareció estremecerse. No tengas miedo, le dijo –siempre hablaba con el faro-, aunque sabía bien que no podría exigirle algo que ella tampoco cumplía. Esa noche decidió callar y volver a ser playa para el hombre.
Nada cambiaba que no fueran las ovejas, o sí, el tiempo, pero tan despacio que si lo notaba era porque los neneos mostraban sus florcitas verdeamarillas o por las pocas cartas que le llegaban a la estafeta del pueblo.
Se despertó de un salto, quiso preguntarle a Juan si había escuchado, pero su hombre se adelantó y le acaparó la voz, el cuerpo, los sentidos, le hizo llenar el aire de jadeos y la estremeció hasta dejarla sin fuerzas.
-Juan, ésta no es la solución.
Sin embargo, era la única que el hombre conocía. Se durmió sobre el cuerpo de ella.
El movimiento fue tan brusco que lo dejó en el piso.
-¡Mujer, qué pasa!
-¡Lo escuché de nuevo! No me mires así, por favor, ¡te digo que escuché! –y susurró como si fuera un secreto- Es el tren, Juan…
Él desde el piso, ella sentada en la cama. Por primera vez no compartían. El tren para Juan era algo impensable, mejor no amargarse. Para ella, una especie de bendición. Traería gente, amigos que no tenía pero que seguramente haría, traería libros, más cartas, ¡gente!
Juan habló.
-De nuevo con eso… No digas pavadas, Mujer.
A ella le pareció que él ni siquiera recordaba cómo se llamaba.
-¿Te acordás de mi nombre, Juan?
-Cómo no me voy a acordar…
No se lo dijo.
Una tarde, cuando fue a limpiar el torreón del faro y aprovechar para contarle algunas cosas a la linterna -por ser femenina se le antojaba más confidente- vio a lo lejos unos puntos movedizos.
-Hoy vi algo desde arriba- dijo esa noche.
Las cenas, que nunca fueron un jolgorio ahora eran todavía más silenciosas.
-Delfines, orcas, ya comienza la temporada.
-No, hacia el oeste.
-¿En el campo? –el tenedor de Juan quedó paralizado a medio camino, por un instante le prestó atención- Estás loca, no hay cuatreros acá, qué va a haber. Luego el tenedor cubrió el trayecto que faltaba y eso fue todo.
La ola no buscaba a la playa como antes, la playa rechazaba a la ola. El sonido era lo único que no se desvanecía, llegaba sin aviso, agigantaba las distancias en esa casa diminuta. Ella había dejado de preguntar si él lo escuchaba.

Acarició –quizá un poco más de lo habitual- la espalda de su hombre y se levantó despacio. Amanecía cuando se despidió del faro. El viento furioso fue incapaz de secarle las mejillas.

Juan salió al galope, buscó en la playa, por el monte, llegó hasta la única serranía. La llamó por su nombre a los gritos, con murmullos, con llanto. Se estaba dando por vencido cuando pensó que ella podría haber tomado la vieja huella del oeste y rumbeó el zaino. Los puntos movedizos se fueron acercando hasta convertirse en hombres. Cuadrillas que colocaban rieles y durmientes. Quedó mirándolos.®


Jeve




6 comentarios:

  1. Que bueno.

    Se terminò la soledad.

    Buen relato.

    Un abrazo

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  2. Tarde, no para el tren que siempre es bienvenido. Tarde para creeerle a ella y no dejarla ir. Un beso Jeve.

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  3. Buena historia. El tren llegó y ella....? lo percibió antes que llegara.

    mariarosa

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  4. Jeve, te quedó bárbaro este cuento. Por lo menos a mí me encantó. Y qué bien pintaste a los personajes. Al final se iba a acordar del nombre el Juan ése eh...

    Y siempre me gustan las fotos que suben acá al costado.

    Un beso

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  5. Con un nudo en la garganta terminé de leer este cuento, casi en el lugar de Juan.

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  6. Buen relato como siempre, me gustan vuestros relatos.

    Un fuerte abrazo.

    Hasta pronto.

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Cuarto de Regalos

Para Jeve y Ruma

Para ti, que escribres...

Broten las palabras de tu espíritu al papel

y dejen huella

de tal modo que permanezcan vivas, eternas en la roca testimonio de tu luz

y fuego en la luz de las estrellas.

Rodolfo Piay
http://visionesdeojosabiertos.blogspot.com/
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