Elí, Elí, ¿lemá sabaktani?
Escuchó su propia voz gritar la frase, estaba aterrorizado, a esa altura de los acontecimientos el único remedio sería la muerte pero algo en él negaba semejante final.
Pese a considerarse férreo ateo, el espectáculo del Vía Crucis siempre lo había atrapado. Con el correr de los años se convirtió en obsesión, no podía entender cómo alguien querría ponerse en la piel del hombre al que tantos veneraban y vivir todo ese sufrimiento, por más actuado que fuese, ¿qué sentido le encontrarían? Ninguna explicación parecía racional.
Escuchó su propia voz gritar la frase, estaba aterrorizado, a esa altura de los acontecimientos el único remedio sería la muerte pero algo en él negaba semejante final.
Pese a considerarse férreo ateo, el espectáculo del Vía Crucis siempre lo había atrapado. Con el correr de los años se convirtió en obsesión, no podía entender cómo alguien querría ponerse en la piel del hombre al que tantos veneraban y vivir todo ese sufrimiento, por más actuado que fuese, ¿qué sentido le encontrarían? Ninguna explicación parecía racional.
Ese año, ansioso por vivir la experiencia y hallar personal respuesta a su pregunta se presentó ante la Comisión organizadora de actividades parroquiales como candidato para interpretar a Jesús en el Vía Crucis. La votación entre los integrantes de la comisión fue encarnizada, finalmente ganaron por dos puntos quienes estuvieron a favor de dar oportunidad al ateo. En ese pueblo donde nadie era anónimo vendría bien una nueva “oveja”, muestra del “poder divino”.
Lo primero que sintió fue un calor fastidioso y escozor por la túnica, su piel no parecía conforme con la tela rústica.
Dos actores vestidos de soldados llegaron portando una corona hecha de ramas aún verdes, pudo ver cómo se doblaba en las manos del más alto. Lo observó a medida que éste se acercaba y descubrió que era Juan, el hijo del ferretero, estaba irreconocible; en vez del guiño cómplice que pensó hacerle, un alarido de dolor dejó mudos a actores y público. Las espinas se incrustaban en su frente, sienes, la carne lacerada comenzaba a sangrar.
Cayó varias veces, la cruz pesaba demasiado; alguien ayudó a cargarla pero el alivio duró poco, los latigazos al piso ya habían perforado la túnica ensañándose con su espalda, el ardor crecía insoportable.
Lo primero que sintió fue un calor fastidioso y escozor por la túnica, su piel no parecía conforme con la tela rústica.
Dos actores vestidos de soldados llegaron portando una corona hecha de ramas aún verdes, pudo ver cómo se doblaba en las manos del más alto. Lo observó a medida que éste se acercaba y descubrió que era Juan, el hijo del ferretero, estaba irreconocible; en vez del guiño cómplice que pensó hacerle, un alarido de dolor dejó mudos a actores y público. Las espinas se incrustaban en su frente, sienes, la carne lacerada comenzaba a sangrar.
Cayó varias veces, la cruz pesaba demasiado; alguien ayudó a cargarla pero el alivio duró poco, los latigazos al piso ya habían perforado la túnica ensañándose con su espalda, el ardor crecía insoportable.
Una mujer se acercó para secarle la cara con un lienzo, cuando ella lo retiró, él vio en lo que únicamente era una mancha de transpiración, su propio rostro dibujado. Sudaba, sentía náuseas, tenía varias lastimaduras sangrantes.
La mitad del espectáculo daba fin, habían llegado al lugar apoteósico. Varios hombres le amarraron a los maderos, con sogas, sus tobillos y muñecas. En cada martillazo los clavos desmembraban tanto que sus gritos dieron paso a flojos gemidos, ya no tenía fuerzas. Los asistentes coincidían en que jamás habían visto una actuación tan real.
La mitad del espectáculo daba fin, habían llegado al lugar apoteósico. Varios hombres le amarraron a los maderos, con sogas, sus tobillos y muñecas. En cada martillazo los clavos desmembraban tanto que sus gritos dieron paso a flojos gemidos, ya no tenía fuerzas. Los asistentes coincidían en que jamás habían visto una actuación tan real.
‘Qué me está sucediendo’, el dolor le evitaba pensar con claridad. ‘Esto no es verdad, no es verdad, pasará en breve, falta poco, esta noche me emborracharé y reiré recordando hasta dormirme o vomitar. Falta poco...’
Levantaron la cruz. Dijo que tenía sed, el soldado embebió un trapo en agua y se lo acercó a la boca, él sintió al vinagre abrirse paso por entre las grietas de los labios resecos. Otro tocó su costado con una lanza sin filo, que perforó hasta llegar al hueso.
‘Estoy soñando, esto no está sucediendo, ¡quiero despertar o morir!’
Levantaron la cruz. Dijo que tenía sed, el soldado embebió un trapo en agua y se lo acercó a la boca, él sintió al vinagre abrirse paso por entre las grietas de los labios resecos. Otro tocó su costado con una lanza sin filo, que perforó hasta llegar al hueso.
‘Estoy soñando, esto no está sucediendo, ¡quiero despertar o morir!’
Deliraba, le temblaban los brazos y piernas, no podía soportar su propio peso. En un segundo de lucidez observó a la concurrencia, había demasiado silencio, sólo se escuchaba el llanto de una mujer. Buscó con la mirada y le pareció que era su madre, ‘no, imposible, hace años que murió’. De pronto, el cielo se nubló, conminatorio, plomizo, el mejor telón de fondo.
Elí, Elí, ¿lemá sabaktani?, gritó, haciendo que la concurrencia lo mirara con una mezcla de pavor y recogimiento. Algunas vecinas comentaron que a pesar de no haber sido dicha la frase con el clásico susurro, era la mejor actuación que recordaran.
“Y dicho eso, expiró”.
Inclinó la cabeza hacia su pecho y quedó absolutamente inmóvil. José, el hijo del ferretero, cayó de rodillas, los brazos hacia arriba en señal de alabanza; Beatriz, la vecina que personificaba a María, sacó de entre sus vestiduras un paquete de pañuelos descartables y lloró expresando libremente su emoción. Fue todo tan real. Sobrecogida, exaltada por tanto sentimiento, la muchedumbre que se encontraba debajo de la cruz y alrededores hizo algo jamás pensado: aplaudió. Aún sabiendo que ese acto podría ser tomado como una falta de respeto, palmearon hasta cansarse.
Elí, Elí, ¿lemá sabaktani?, gritó, haciendo que la concurrencia lo mirara con una mezcla de pavor y recogimiento. Algunas vecinas comentaron que a pesar de no haber sido dicha la frase con el clásico susurro, era la mejor actuación que recordaran.
“Y dicho eso, expiró”.
Inclinó la cabeza hacia su pecho y quedó absolutamente inmóvil. José, el hijo del ferretero, cayó de rodillas, los brazos hacia arriba en señal de alabanza; Beatriz, la vecina que personificaba a María, sacó de entre sus vestiduras un paquete de pañuelos descartables y lloró expresando libremente su emoción. Fue todo tan real. Sobrecogida, exaltada por tanto sentimiento, la muchedumbre que se encontraba debajo de la cruz y alrededores hizo algo jamás pensado: aplaudió. Aún sabiendo que ese acto podría ser tomado como una falta de respeto, palmearon hasta cansarse.
Pero el crucificado hacía rato que ya no los escuchaba.®
Jeve
Un tema controvertido del que puede haber mas de una lectura, dependiendo -creo- a que bando uno pertenece.
ResponderEliminarAtrapante sin duda, como siempre.
Un abrazo a ambos y encantada de venir por aqui.
Me gustó el manejo de la tensión y la mezcla del actor con lo actuado. Exquisito el acabado final..
ResponderEliminarBuen finde!
Que bien escrito.
ResponderEliminarLa idea es muy original, y la ejecuciòn impecable.
Da para discutir. Me gustò.
Un abrazo.
Estremecedor, has sabido
ResponderEliminardar forma a un formidable
Via Crucis.
Besos
Coincido con el primer comentario, dependiendo el enfoque del que lee se tiene una interpretación u otra, pero lo que es claro es que el pobre representó muy en carne propia los tormentos cristianos del mesías. El cristianismo tiene mucho de tortura física y muerte como redención. Ese aplauso final es un cierre perfecto al cuento, porque es algo lógico que ante tan buena representación el público aplauda, pero también está el tema de que se aplaude la muerte.
ResponderEliminarBien contado, Jeve, ha sido un gusto. Un beso grande.
PD: Me encantó el perro dormido entre las sillas.
ResponderEliminarBuen relato. Atrapa. Controversial, sin duda. Para los que pensamos que fue un caso de tortura seguido de muerte....nos hace recordar varias situaciones similares. Saludos.
ResponderEliminarTremendo; imposible permanecer indiferente, más allá de las creencias/dudas de cada uno.
ResponderEliminarMuy bueno el pulso.
Muy bueno, Jeve. Tenso y a la vez con varias lecturas posibles.
ResponderEliminarMe gustó mucho.
Abrazos
Van tres veces que leo este relato y en cada una de ellas se me ocurrieron diferentes comentarios, sentí cosas distintas. Mi conclusión es simple: es tan bueno que resulta imposible ser unidireccional a la hora de las conclusiones. Y ya que estamos, por enésima vez: muy buenas las fotos y sus "sub títulos". Pero muy buenas.
ResponderEliminarMuy buen texto. He quedado sin palabras.Una narración que pone la piel de gallina, por lo real, por la emoción de ese hombre que quiso saber que se sentía y se encontró viviendo la cruxificción.
ResponderEliminarAlejandro
Excelente relato. Tal vez el hecho que estemos en cuaresma logra darle un sentido más profundo a ese hombre ateo que vivió en carne propia lo que no creía real. Jeve, como siempre, o vos o Marcelo me deslumbran, juntos me asombran.
ResponderEliminarUn beso.
mariarosa
Qué bueno, Jeve. Da para volver a leerlo. Creo que hay más para desmenuzar.
ResponderEliminarBeso grande para los dos y buena semana!